miércoles, 29 de septiembre de 2010

Ahab

el marinero viejo fumaba de esos cigarrillos de papel marrón. el peso que le diste fue más para escuchar su voz que porque te importase. "gracias pibe". la voz sonaba a whisky, pero olía a perro sucio. fuiste al lugar común. qué clima eh. "sí. pero la lluvia ayuda". dijo algo más que no entendiste del todo, pero te sacaste el otro auricular. esta garúa te vuelve loco igual, dijiste. "todo viene bien". se hace el enigmático el viejo este pensaste."un poco de agua viene bien. hay mucha mugre por acá". la carcajada que largó sonó justo como la imaginabas; la risa de un viejo de barba blanca anclado en el estacionamiento que está entre la isla de los inventos y el río. tal vez la única isla que vio. le sonreíste y te pusiste primero el izquierdo y después el derecho. el beat de whispering wind te hizo pensar en moby y en la historia de su bisabuelo, que tenía un marinero viejo y una garúa como esa, un clima de mar. llamadme ismael le deberías haber dicho al viejo, pero nunca te preguntó el nombre.

1 comentario:

ana güititi dijo...

hola Florencio! Me gustaron tus dos blogs. Un Gelman en el otro hace que todo sea lindo.

Sabés, desde que leí tu comentario no dejo de repetir mi fragmento favorito de un libro de Juan Rulfo, "Pedro Páramo". Una vez lo subí a mi blog, mirá, acá va:

-Florencio a muerto, señora.

¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿o se hiso borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. “¿Qué habría dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿Del mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?”

Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto de apagaría.

Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?